La noche siguiente en Spokane, lo mismo. Luego en Wenatchee. Pendleton. Boise.
Un trabajo tan simple que incluso un parásito sin corazón ni cerebro podría hacerlo.
A Mr. Elegante le encantaban las propinas y los números de teléfono. Números de teléfono escritos en billetes de dólar. Números de teléfono sobre trozos de servilleta de papel, enrollados bajo las tiras laterales de su tanga negro.
Así todo el camino hasta Salt Lake City.
No me preguntes cómo lo sé pero hay gente con la enfermedad de Milroy, a los que los nódulos linfáticos nunca se les desarrollan y acaban con unos pies del tamaño de maletas y unas piernas como troncos. O ciclopia, que es cuando naces sin nariz y con los dos ojos en la misma cuenca.
Este Mr. Elegante tenía unos pezones que parecían demasiado pequeños y de un rosado tan pálido como para hacer que se hincharan y se pusieran grandes y rojos, así que aprendió a pintárselos con algo llamado Labios Rotundos. Viene en una botella con un pequeño pincel, como el esmalte de uñas, y cuando lo usas sobre tus pezones y sobre la cabeza de tu pene, se hinchan, enormes.
Mr Elegante se dibujaba rayas con máscara de pestañas bajo los músculos de la tabla de lavar de sus abdominales, difuminando luego con un pañuelo de papel para que su estómago no pareciera una rayuela.
Si se quitara una de las lentillas azules y se mirara en el espejo empañado por vapor de un baño de hotel, sí, aún podría pasar por alguien de 24. Pero entre Billings y Great Falls y Ashland y Bellingham, entre el Bombero repartiendo ladillas para todos y el Soldado de la Marina estornudando, Mr. Elegante se comenzaba a sentir agotado.
En Salt Lake City, sus huevos ya arrastraban.
Mr. Elegante entró pavoneándose con su puñado de rosas rojas. Aún llevando su chaquetilla disidente, repartió las rosas, luego empezó con los botones de su camisa tableada. La única cosa que diferencia a Salt Lake City de Carson City o Reno o Sacramento, es que después de quitarse la chaqueta, tras comenzar a contar en su segunda canción, sonriente y manteniendo su vello púbico fuera del alcance de las bebidas de la gente, viendo como los billetes de dólar salían de los monederos y de los libros de bolsillo, las vírgenes escribiendo sus números de teléfono en viejos recibos de cajero automático, antes de su caída con las piernas abiertas y antes de su balanceo hacia atrás en perfecta figura gimnástica, un honda inspiración antes de su voltereta y su mortal completo a medio aire, a dos minutos y 36 segundos de la versión de N-Trance del “Staying Alive”—(4:02)—las caras y las bebidas y los billetes de dólar empezaron a volverse borrosos. Mr. Elegante subió ambos elásticos del tanga por sus caderas, dejándolos altos y estirados para la voltereta, se agachó, saltó – y eso es todo lo que puedo recordar.
En el caso de que no te hubieras dado cuenta, la música paró y ahí me tienes todavía agitando mi polla en tu cara.
Como si en todo este tiempo no hubiera aprendido nada.
Qué tarado.
Desde que puedo recordar, siempre padecí Síndrome de Mirada Simple, una forma de epilepsia lóbulo-temporal. Mi madre o mi padre podían estar hablándome y yo me quedaba paralizado. Mi visión se tornaba borrosa y mis músculos se paraban. Podía oír a mi madre hablar, diciéndome que pusiera atención, quizás chasqueando sus dedos frente a mi cara, y yo no podía hablar ni moverme. Respirar durante medio minuto es lo único que podía hacer, lo cual parece una eternidad.
Me ingresaron para hacerme una resonancia magnética y electro cardiogramas. No podía ir en bicicleta más que por calles desiertas. Trepaba a los árboles y mi vista se volvía borrosa. Me despertaba en el suelo con mis amigos preguntándome si me encontraba bien. En una representación de teatro en la escuela, el niño Jesús, María, José, seis pastores, tres camellos, un ángel y dos reyes se esperaron lo que pareció un año mientras yo permanecía congelado sosteniendo un presente de incienso, la señorita Rogers desde las bambalinas, susurrando “ Bendíceme, te he traído esta humilde ofrenda… te traigo esto!”
Pero tras diez años de Clonazepam, ya casi lo tenía superado.
Si tomar mi medicamento era un problema, se acabó en Carson City. Estar cansado lo agrava. Beber y fumar cigarrillos, la fatiga, los volúmenes altos, todos ellos factores de riesgo.
En Salt Lake City, llegué a un punto al que llaman ataque tónico-clónico, lo que la gente antes llamaba un ataque de gran mal. Me desperté en la parte de atrás de una ambulancia, justo a tiempo de ver cómo uno de los sanitarios metía un fajo de billetes chorreantes de pis en su cartera, al tiempo que decía; “Mr. Elegante…” y meneaba la cabeza. Una manta sujeta con cinturones me mantenía estirado, y podía oler a mierda. Le pregunté al sanitario, ”¿Qué ha pasado?” y él se metió la cartera en el bolsillo trasero diciendo, “ Colega, no lo quieras saber…”
Para cuando me soltaron del hospital, la Troupe 11 ya estaba en Provo con un nuevo Mr. Elegante enviado directamente al local de la actuación. El Motel 6 donde nos alojábamos la noche anterior, guardaba mi maleta.
Una asistente social vino, se sentó junto a mi cama en el hospital y me dijo que la mente humana no es sino un ciclo constante de actividad eléctrica. Dijo que un ataque era como un estallido de estática, una tormenta dentro de tu cabeza.
Yo le dije, “Cuénteme algo que no sepa, señora.”
Y me explicó cosas sobre la phocomelia, una condición en la que naces con las manos saliendo directamente de tus hombros. Sin brazos. El término antiguo para este defecto de nacimiento era “brazos de foca”. Se le relacionaba con el tranquilizante Thalidomida, pero existía mucho antes de eso.
Me contó sobre la sirenomelia, cuando naces con las piernas fusionadas, lo más parecido a una cola de pez. De ahí el nombre: Sirenomelia, y probablemente la idea primigenia de sirena.
Esa asistente social me dijo que se llamaba Clovis, y que ella también había sido bailarina, una bailarina exótica, que intentó esconder que sufría narcolepsia. Decía que tenía el pelo largo y rubio, además de ojos azules, piernas largas y suaves y ninguna marca de bronceado. Sentada junto a mi cama, su pelo era castaño y rizado. Sus ojos eran marrones y los muslos de su traje pantalón blanco parecían demasiado apretados como para permitirle cruzar las piernas.
Mientras bailó, mantuvo su condición bajo control con Provigil hasta que se le acabó y empezó a saltarse las dosis, cortando las pastillas por la mitad, una manera normal de hacer falsas economías. Una noche, siendo cabeza de cartel en un bar de motoristas de Rufus, Nuevo Mexico, Clovis hizo su entrada triunfal, agarró la barra de metal bien arriba y giró con fuerza centrífuga, sus cabellos rubios meciéndose, su bronceado cuerpo girando hacia abajo, en dirección al escenario.
Mientras decía esto, sus ojos marrones se humedecieron.
Clovis no puede recordar ni siquiera si logró resbalar hasta la base de la barra. Se despertó entre bambalinas preñada por algo así como 32 clientes. Algunos dos veces.
Yo le pregunto, “¿Qué canción?”.
Y con los ojos húmedos, Clovis dice, “Portishead cantando ‘Sour Times’.”
Estuve de acuerdo. La dulce y oscura voz de Beth Gibbons. Cuatro minutos y 11 segundos.
“Cuatro minutos y ocho segundos” dice Clovis. Levantando una ceja en mi dirección, dice; “Asegúrate siempre del tiempo en la mesa de sonido. No confíes nunca en las notas de portada.”
Yo le pregunto, “¿Cual era tu nombre artístico?”
Y Clovis miró su reloj, y dijo, “Eso fue hace mucho tiempo”, dijo, “Tengo casi 30.”
Y mirando algún formulario en su tablilla de hospital, Clovis dice, “Ya me imaginaba que la edad que te han puesto aquí era mentira.” Antes de que pudiera levantarse y marcharse, le pedí a Clovis que me contara lo que pasó. Lo que realmente había pasado.
El bebé nació, nueve meses después de su despertar, un parto de libro de texto. Un niño. No se parecía a nadie e inmediatamente desapareció en una limusina a vivir una vida entre verjas en Malibu Colony, con dos ejecutivos de estudio de cine millonarios y gays.
“Háblame de que te crezca de pronto un extraño sin cerebro ni corazón,” dice Clovis.
Ya me había hablado de los parásitos epigástricos.
Y yo le dije, “No.” Y le pregunté, “¿Qué me pasó a mí?”
Y durante lo que fue un largo minuto de silencio de balones fuera, Clovis no hizo más que parpadear en mi dirección. Por fin, con la voz de una profesional de la salud, dijo, “Hay una cinta de video del…evento.” Alguna soltera había colado una cámara de bolsillo en la sala y estuvo filmándome mientras repartía las rosas de tallo largo. Empecé con mi número y ella siguió filmando. Habían tenido que difuminar el trozo en el que mis nueces se salieron, pero el video había sido difundido por televisión. Al principio tan sólo en un programa japonés de videos domésticos divertidos, pero luego en Europa. En Internet, el fragmento de cuatro minutos, veintiún segundos creció como un virus, y se lo descargó todo dios en todo el mundo. Fue tema de chiste en todos los programas nocturnos.
ASCAP demandaba a las páginas web y a los buscadores por distribución no autorizada de “Staying Alive”. Al sindicato de Chippendales no le extrañó que yo llevara puños blancos de papel. Alguien que decía ser productor de Late Show llamó a la centralita del hospital pidiendo que le pusieran con mi mesita de noche.
Le dije a Clovis que me gustaría verlo por mí mismo.
Y Clovis dijo, “No.” Dijo, “No lo hagas.”
Yo pregunté, “¿Qué puede tener de malo?”
Y Clovis dijo: “Durante el episodio, perdiste momentáneamente el control de tus intestinos.”
El olor de la ambulancia.
“Un tanga,” dijo Clovis, “no deja mucho margen de error.”
Nunca vi ese video.
Utah era un buen lugar para esconderse, por eso me quedé en Salt Lake City y dejé que me creciera el vello púbico. Me teñí de castaño el pelo rubio. Me deshice de mi bronceado, y comí de todo aquello—pollo frito y pasteles de fruta Hostess y patatas fritas de barbacoa—que Mr. Elegante no podía comer nunca.
Para cuando cumples los 30, toda tu vida consiste en escapar de la persona en la que te has convertido mientras intentabas escapar de la persona en la que te habías convertido para escapar de la persona que empezaste siendo. Así que durante un tiempo, en aquel lugar, me estuve convirtiendo en Mister Intestino-Grasiento-Cerdo-Pálido-Amargo. Trabajé en un sitio de comidas rápidas y cada pocos millones de hamburguesas con queso, algunos clientes se me quedaban mirando desde el otro lado del grasiento mostrador, con sus ojos trabajando rápido intentando averiguar de dónde les sonaba mi cara.
Y yo chasqueaba mis dedos en su cara, preguntando, “¿Quieres patatas fritas con tu pedido?”
No cogí un solo billete sin lavarme las manos.
Quizás si me hubiera estado revolcando en mis propias heces, a lo mejor la gente hubiera sumados dos más dos, pero al poco tiempo todos esos chinos murieron gravados por las cámaras de seguridad en un fuego realmente tonto en unos grandes almacenes y el mundo de la comedia se olvidó de mi y de mi desastre de mierda.
Pero Clovis no lo hizo. Y yo no pude.
Clovis venía a comer, hamburguesas con queso, trayendo consigo a un joven cliente cuyos dedos estaban unidos en dos pinzas carnosas y cuyas piernas estaban marchitas e inútiles. Síndrome de Ectrodactilia, lo que la gente llama “síndrome de pinza de langosta”. Me presentó a una mujer joven con Pygomelia, lo que significa que tenía cuatro piernas, básicamente dos pelvis una junto a la otra y cuatro piernas funcionales, que ella ocultaba bajo largas faldas.
Yo aún podía decir cuanto duraban las canciones. “Stepping Out” de Joe Jackson dura cuatro minutos y 19 segundos, tiempo suficiente para fumarse un cigarrillo en el callejón. Kim Wilde cantando “You Keep Me Hanging On”, o sea cuatro minutos y quince segundos, el rato que tardaba en cambiar la botella de gas carbónico de la máquina de refrescos.
Nunca puedes olvidar aquello que quieres olvidar. Quieres escapar en todo momento.
Finalmente Clovis me invitó a su apartamento para conocer alguna gente. Yo le dije que me pasaba el día conociendo gente. Y Clovis dijo que aquello era diferente.
En su apartamento, me está presentando a una chica con dos brazos y dos piernas, casi otra persona completa brotando del dobladillo inferior de su camiseta de tubo. Mi primer heteradelphiano real, se llama Mindy. Conocí a un muchacho con una cara tan grande y abultada como una almohada. Neurofibromatosis, la enfermedad del Hombre Elefante. Tiene 23 años y se llama Alex. Conocí a una preciosa pelirroja sin piernas, con los pies creciendo directamente de su estómago, osteogénesis imperfecta. Se llama Gwen y tiene 25 años.
Clovis me dijo, “Tú sabes de música y de puesta en escena”. Dice, “Es idea suya, piensan que podrías enseñarles baile exótico…”
Se refería a hacer striptís. Una troupe de bailarines exóticos diverso-capacitados. Todos ellos eran jóvenes y estaban aburridos de Salt Lake City. Pensaban: Cualquiera puede crearse unos músculos, decolorarse el pelo y ponerse un moreno de spray. ¿Por qué no ofrecer al público algo que no estuviera basado en un montón de mentiras? ¿Por qué no servirles bailarines sin esconderlos bajo sonrisas falsas?
Un puñado de locos muchachos idealistas. Sólo en Utah.
Les dije que estaba claro que eran jóvenes y estaban llenos de sueños. Que estaba claro que eran monstruosamente deformados. Pero ¿sabían bailar…?
Y Clovis dice, “Yo les he enseñado todo lo que sé sobre trabajarse la barra, pero esperaba…”
Los ejecutivos millonarios del estudio de cine habían ofrecido siete cifras a bajo interés como financiación para empezar.
Demonios, si puedo enseñar a elefantes llenos de esteroides a bailar, puedo enseñar a cualquiera.
Como dice el periódico: Vive tu fantasía.
Ojala pudiera decir que ha sido fácil. La gente siempre malinterpretará tus intenciones. La gente me acusa de explotación. Eso y que ningún pequeño negocio es un lecho de rosas. En Boulder, Glenda, nuestra chica con los dos ojos en la misma cuenca, se fugó con un broker millonario. En Iowa City, Kevin, nuestro bailarín con enanismo parastremático, se ligó a una soltera. Que Clovis esté de gira conmigo y la troupe ayuda, es la madre de la guarida. Sólo Dios sabe lo que pasará cuando en septiembre inauguremos nuestro servicio de acompañantes.
En cuanto a mí, personalmente, no hay show que empiece sin que me ponga a sudar por los alerones. Cuento los segundos de cada canción. Vigilo por si veo a alguien de ASCAP tomando notas, y todos los músculos de mis piernas y brazos se contraen, reviviendo cada voltereta, cada rueda, cada salto mortal y cada pirueta que había hecho en el escenario. Mirando a esos chicos locos recoger el dinero doblado y bailar en las faldas para obtener propinas, me descubro a mí mismo susurrando.
Susurrando, “Bendíceme, te hago esta humilde ofrenda…”
Susurrando, “¡Te traigo esto!”
Gracias a Mabs por la corrección