EL ESPÍRITU DE LA COLMENA

Imagen de azar. Un primerizo experimento con Photoshop. Shysh

¿Volverá el sol a lucir durante un par de semanas en este cielo gris de plomo?
¿Volverá el espíritu funámbulo a aparecer en las pantallas de sus seguidores?
¿Volverán esas oscuras golondrinas a ponerse moradas de mosquitos tigre?

Mientras se espera la resolución de los enigmas planteados en el prefacio, en la nueva sede central de una familia nada standard, unos papis abnegados tratan de explicar al contenedor hormonal que es su hijo que la mancha aparecida esa mañana en su sábana se debe a un proceso natural de desagüe de líquidos varoniles. Y que hay maneras de evitarlo. Se hacen planes para el partido de baloncesto de esa tarde si el tiempo lo permite y se hacen tostadas para el desayuno dominical.

En un chalet de las afueras de Madrid, un joven con 19 años y otros tantos centímetros teclea su nabo y pajea el teclado de su portátil a fin de crear una nueva criatura para su libro digital. Su abuela ectoplasmática teje en la mecedora junto a la ventana y piensa en los paisajes verdes de su otra vida, allá en las grises y húmedas calles de la ciudad del Falo de Hércules.

Intentando apaciguarse, en Swordtown un hombre se afeita la cabeza, contando los días que faltan para su paseo por las calles a la luz de la luna llena. Un paseo que espera cada mes, como si sufriera de licantropía incruenta, y que le restituirá parte de la paz que el camino le ha robado.

En guardia contra los restos de una postadolescencia excesiva, en su pisito de Sants, Antoñito repasa el ajetreo previsto para la próxima semana, intentando –y no es fácil- dosificar sus apariciones, revistando su armario de escritos, sus carpetas de conjuntos de ropa, su pasado de botiquín y sofá a 80 euros la hora. Ordenados, los números de La Revista se apilan junto al sofá.

Atareadas, muy atareadas, más que atareadas desde su llegada del Mar Turquesa, Eyas no emiten señales. Se teme por un choque anafiláctico entre la reposada vida anterior y el ajetreo de la Villa y Corte (y confección).

Rodeado de información, el hombre nacido bajo una balanza, intenta poner orden en su cocina virtual para poder ofrecer a sus comensales unos platos dignos de su estrella Michelin, que alimenten la sabiduría de los que se sientan a su mesa a la vez que deleiten sus paladares.

Lejos de allí, a un océano de distancia, Munna compagina su estudiosa juventud y saber hacer con el enésimo intento de crear la galleta definitiva, siguiendo los pasos de la receta secreta que encontró en la cocina de mamá Weasley.

De vuelta a este lado, una aficionada botánica recala junto al hermoso ejemplar de espécimen raro que tiene junto a la ventana que da al canal para hablarle de los múltiples descubrimientos que, vía adsl, está haciendo sobre los pobladores del Mundo de Unos y Ceros. Sus gatos toman el sol norteño que ha emigrado del sur en la escalera de entrada a la casa.

El especialista en líneas quebradas pone en orden cientos de fotografías que ilustrarán su tesis doctoral en caminos de ascenso y descenso, tras una pausa africana, al tiempo que escucha la melodía de un cuarteto de trompetas tibetanas tocando el God Save the Queen.

Recién estrenada su independencia, un mago de las pociones se debate entre la escasez y el futuro prometedor rodeado de los seres micológicos a los que cuida y alimenta con tesón de científico.

Bajando desde Rastaville hasta Piss Lane, un muchacho intenta dilucidar el mensaje oculto en el ritmo 4x4 que suena en su aparato de música portátil. En la pared de una de las calles por las que pasea su lata de estrella hay escrito un mensaje nada críptico: no pakis, no party.

Sentado frente a una pantalla, un hombre con poco pelo recopila lo que firmemente cree que son conocimientos sobre personas a las que nunca ha visto. Y se pregunta porqué son ésas las que (le) ha(n) elegido y el porqué de que no se tejan redes con otras a pesar de sus intentos. De momento no llega a ninguna conclusión satisfactoria.