File under non-fiction
En el pueblo donde viví mi juventud había nada menos que cuatro cines.
Uno, infantil, organizado por la Unió Excursionista, en donde se proyectaban películas aptas para niños y en los intermedios -mientras se cambiaban los rollos- se hacía patria cantando el Julivert meu com t’has quedat, primera canción que aprendí en catalán sin entender lo que decía.
Otro, también infantil en sesión de tarde, más para los hijos de las clases medias y creo recordar que quizás una o dos pesetas más caro, se convertía en más adulto y cultural en la nocturna de los viernes, se hacía forum después de la película, al que muy poca gente se quedaba porque el frío hacía mella en los dientes del público, de tanto castañetearlos. Y a ver quién iba a tener ganas de debatir sobre El séptimo sello o Todo lo que usted quería saber sobre el sexo pero no se atrevía a etc. Los más intelectuales del lugar aguantaban apretando dientes, abrigos y anoraks para poder preguntar, exponer ideas o enterarse de los entresijos de tal o cual escena o de las propuestas que pudiera realizar el resto de la audiencia. Lo cierto es que la sala tenía calefacción pero insuficiente a todas luces
Delicioso era, eso sí, ver cine al aire libre en verano en la pista de baloncesto del local. Pareciera que al aire libre las películas eran incluso mejores. O las disfrutabas de otra manera, menos tiesa y más libre, pudiendo andar de aquí para allá, comprar refrescos o pipas y estando bajo las estrellas
Otro de los cines era grande, espacioso, lujoso incluso, con un aforo de más de mil personas. Era el Gran Teatre que se utilizaba para representar un drama sacro unos cuantos días al año y para otros menesteres tales como conciertos y teatro algunos días más. Los viernes, sábados y domingos era el gran cine. Recuerdo que la primera vez que fuimos mi hermana y yo vimos un programa doble que incluía una película de Raphael, llamada El Golfo, que transcurría en México. No sé si la han programado en Cine de Barrio pero era de ese estilo y época. Quedamos maravillados con las dimensiones de la sala, lo inmenso de la pantalla, el lujo de las butacas. Lo peor para nosotros era que teníamos que ahorrar la paga de varias semanas para poder ir a lo que nosotros llamábamos “el cine de los grandes”.
El cuarto cinema, del que os quería hablar más largo y tendido era el “ex”, el exteatro donde se representaba el drama sacro antes de la construcción del Gran Teatre. Le llamaban “Els Salistes”. Era por tanto el “venido a menos”. Tenía, eso sí, platea y anfiteatro, sillones corridos de madera con asiento tapizado, de los que son más incómodos que confortables, peor sonido que el nuevo y menor capacidad, pero el bar, amplio, siempre estaba muy animado y perfumado por las decenas de caliqueños que se fumaban los asiduos de las partidas de dominó, butifarra, gañote y otros juegos de los que no hay versión de la Playstation.
Pero volvamos al cine. La competencia entre los dos grandes cines de la localidad era dura. Si uno programaba una sesión doble medio buena, el otro intentaba programarla medio mejor. Si en uno tocaba una doble de relleno, el otro hacía lo que podía por contrarrestar con alguna de Esteso y Pajares. Vamos, como ahora hacen Antena 3 y Tele 5. Daba igual la película, al cine se iba porque no había más opción de entretenimiento.
Pero Els Salistes ganó una de las partidas más interesantes que se llevaron a cabo en ese particular campeonato. En los que se conocieron como “años del destape” -léase que en las películas, revistas y poco más se podía ver carne sin tapar- ellos fueron los primeros en programar películas clasificadas S, letra que por aquel entonces no sabíamos qué significaba, y yo sigo sin saberlo. Las fotos de la entrada y los carteles decían bien a las claras de qué iba.
Bien. Pues los viernes era el día de la peli con carne y los adultos y la muchachada del pueblo y otros venidos de los lugares vecinos se disponían a pasarlo en grande con la exhibición de tetas, culos, escenas sugeridas de supuesto contacto carnal, bandas sonoras susurrantes, argumentos casi planos y dirección de actores de teatro amateur.
El miniyo del narrador grita: Eh alto ahí, que también pusieron Emmanuelle y ahí había glamur, champán, paisajes exóticos y casting decente. El polvo en el avión aún es una de mis fantasías eróticas.
Bueno, vale, pero la mayoría eran caspa pura para calentar al personal. Y claro el personal se calentaba.
Al comprar la entrada se exigía enseñar el DNI para demostrar que eras mayor de 18 años. A mi me lo estuvieron pidiendo hasta pasados los 21, por mi carita aniñada y poca barba.
Una vez dentro del cine y hecha la oscuridad, lo que realmente divertía a algunos era meterse con el pobre acomodador, un hombrecillo pequeño al que llamaban Linterna o Mig (Medio) Metro. El hombre pertenecía a una casta de fornidos (todos menos él) familiares que se ocupaban de controlar la entrada en todos los eventos culturales, sociales y deportivo-benéficos que se hacían en el pueblo. Con los familiares del Linterna no había quien se metiera ya que eran proto-seguratas de disco-de-ahora: enormes, panzudos, sin muy mala leche pero sí muy serios y formales. Si te portabas bien y no les dabas el coñazo igual te dejaban entrar gratis en el intermedio de la peli o del baile o del partido o de la discoteca. Sus palabras “Venga, va, pasa nano” eran una bendición para los oídos de los que no podíamos siempre pagar la entrada. Pero con el Mig Metro la cosa era un no parar. En la oscuridad de la sala de repente se oían gritos fingidamente femeninos de ayuda “Mig Metro, que me meten mano”, “Aaaah, no, las bragas no”. Seguidamente alguien rasgaba un trozo de tela y la platea y el anfiteatro se partían de risa más que con las películas, que no siempre eran de reir. Imagínate un clímax cómico extra-cinematográfico en medio de una escena de duelo de vaqueros o de una batalla de romanos.
Mig Metro también era el encargado de vigilar a las parejas que se acomodaban en las filas de atrás del anfiteatro para palparse, besarse y escarcearse a gusto. Pero su vigilancia no era exhaustiva ni estricta. Digamos que no era. Con lo cual algunos se ponían como motos ya estuviera la película clasificada S o J.
Las artimañas de los jóvenes eran imaginativas y hoy en día si las hubieran sabido “conceptuar”, habrían tenido como mínimo la consideración de performance o radical underground art, si es que existe esa etiqueta. O tirando corto, gamberrismo cultural. Y se podrían haber exhibido en el Mercat de les Flors o en Festival de Tárrega como mínimo. Para mí, siempre chico formal pero rodeado de los más gamberros, aquello era algo que nunca me hubiera atrevido a hacer. Pero disfrutaba con participar de comparsa.
Habla el miniyo otra vez: Ya, tú siempre tan formal pero yo me sé una de ti que…
Que te calles, que se me va la concentración. La cosa empezó por lanzar cacahuetes o caramelos desde el anfiteatro a la platea. Sin mala intención, sólo por matar el tedio de la película o de la juventud. Semanas más tarde alguien tuvo la ocurrencia de masticar los altramuces que vendían a la entrada del cine, volverlos a la bolsa y empezar a decir: “Aaah que mal me encuentro, creo que voy a vomitar”. Los compañeros del imaginativo espectador coreaban: ”Mig Metro, que éste se ha puesto malo, que va a vomitar”. El haz de la linterna corría hacia el foco del ruido, que era casualmente en la primera fila del anfiteatro y el pobre siempre llegaba tarde, puesto que los altramuces masticados ya habían caído en la cabeza de uno o varios desgraciados que se sentaban en la platea en la vertical del vertido y los autores de la broma habían recompuesto su cara desencajada de la risa, reprimido las carcajadas y cambiado de asiento. Ahí no quedaba la cosa. Esa jugarreta no fue flor de un día. Cada semana eran más los performers que traían garbanzos cocidos, chuflas o judías, las aplastaban y después de “ponerse malitos” las dejaban caer sobre los incautos de la platea. En pocas semanas, sabías quién no era asiduo de esas sesiones viendo que ocupaba los asientos que noche tras noche eran bautizados con semi-sólidos. Mig Metro, el pobre, no daba abasto con su linternilla en pos de los saboteadores del acto cultural que se suponía era ir al cine.
Una de mis amistades de aquellos tiempos era Ramón, quien tras escoger unos lugares poco concurridos en la sala se dedicaba a desmontar los respaldos de los asientos con un destornillador que llevaba encima.
Ramón era también un pirómano en potencia que se dedicaba a quemar con un mechero el respaldo de los asientos de delante. No le importaba que fuera madera o tapicería. Él daba rienda suelta a su pasión, sesión tras sesión, dejando un rastro de quemaduras. Esa obsesión también incluía tirar cajas de cerillas encendidas en las papeleras de la calle y esperar en la esquina opuesta a ver el resultado de su performance.
La mala suerte quiso que el Gran Teatre ardiera un día, acabando con los experimentos de Ramón. Y también la mala suerte quiso que se acabaran las películas tediosas (o aquí podríamos decir que la suerte no fue tan mala). Y las clasificadas S, años más tarde cuando las ascendieron a X.
O fue la edad, que hizo madurar a los que protagonizaban realmente aquellas sesiones de ¿Cine? Más allá de los focos, las cámaras y el proyector, la verdadera estrella era el público.
El público que dejó de ser protagonista para ir a distraerse a las discotecas. Luego, los modernos a eso le llamaron cultura de club.
El miniyo: ¿ Y no vas a contar aquello de la señora que salía del cine con más dinero del que entraba?
Eso otro día, que esto no es Salsa Rosa.
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